Temor

“No es malo sentir miedo o temor; 
lo que sí es malo es vivir conforme a ese miedo.”
-Christine D'Clario

Ha pasado bastante tiempo desde mi última publicación en este blog. ¿La razón? Pues, pudiera echarle la culpa a una amplia gama de sospechosos como el trabajo o ministerio, los viajes, la familia, la procrastinación, o tal vez pudiera responder con esa frase que tanto usamos para salir de apuros, 'es que no tengo suficiente tiempo'. Pero la respuesta es simple y sencillamente una: no había escrito nada por... miedo. 

Sabes, el miedo es un misterio. Toma algo muy diminuto y lo infla desproporcionadamente hasta convertirlo en la ilusión de un enorme monstruo que te asedia hasta que estés completamente abrumado por tus temores.  Tiene el poder de paralizarte, de robarte potenciales bendiciones, y absorber de tu misma médula esa grandeza que Dios tanto ha soñado para ti y luego, da a luz más miedos, dejándote con una sensación de lamento y preguntado qué habría sucedido si le hubieras hecho caso. Así me encontraba yo por lo últimos meses.

El año pasado fue particularmente difícil para mí. Tuve dolores de crecimiento, en todo el sentido de la palabra. Si, el ministerio ha estado viento en popa, y por ende mi carga de trabajo aumentó. Cosas nuevas comenzaron a florecer, las bendiciones a incrementar, y semillas que mi esposo y yo hemos estado sembrando por esta primera década de ministerio han estado dando fruto, todo como Dios ha prometido. Sin embargo, el desafío mayor de todos ha sido tratar de hallar balance en medio de todo--mi relación con Dios, mi familia, la iglesia, las giras, agendas de producción, más y nuevos proyectos, etc. Realmente, confieso que fallé en mi manejo de tiempo y me sobre trabajé a mí misma (algo que no es extraño para mí)

En medio de ese exceso de mis límites, enfrenté una especie de desgaste físico. Enfermé varias veces mientras estaba de gira. Cada vez los doctores hacían lo mejor que podían para ponerme en pie rápidamente y así estar 'lista' para el próximo evento en la próxima ciudad. Esto lo hacían llenándome de químicos (mejor dicho, medicinas) que causaron efectos secundarios adversos y debilitaron mi sistema inmune. Por causa de esto, me enfermaba más y más seguido y cada vez significativamente peor que la anterior. Me vi atrapada en un ciclo cuya verdadera raíz era que ¡estaba exhausta! Peor aún, no estaba guardando el orden de trabaja-descansa que Dios estableció y nos manda a seguir. ¡Cuánto estaba sufriendo las consecuencias de esto! Pero, otro día hablaremos de todo lo que Dios me ha enseñado acerca del descanso. Hoy, nos mantendremos en el tema a mano, el miedo. 

Aquellos de ustedes que he tenido el placer de conocer y con quienes he podido interactuar saben que soy sumamente feliz estando rodeada de gente (de hecho, muchas veces me llena más el tiempo que paso con la gente después de un evento que el mismo tiempo que paso sobre la plataforma--lo cual es mucho decir porque evidentemente cantar, liderar alabanza, es algo que disfruto al máximo). Estar rodeada de gente a quienes puedo amar y expresárselo, a quienes puedo mostrar el amor de Dios es muy vivificante para mí. Sin embargo, en medio de ese cansancio y agotamiento profundo del cuerpo y el alma tras haber dado y dado y dado sin descansar, noté que desarrollé una tendencia a resguardarme un poco de la gente, algo lo cual no es típico en mí. Me vi sumida en una cápsula mental, escondiéndome, intentando tal vez proteger la poca energía que me quedaba. Una auto-preservación mental y emocional. Mi sonrisa, la que siempre aparecía espontáneamente con los demás ya casi no se asomaba. El sólo pensar dar más de mí a otros me comenzó a parecer como algo muy ímprobo. Ésa no era yo. ¡¿Qué me estaba pasando?!

Así que fui ante Dios, mi roca, mi guía y mi mejor y perfecto amigo. Le pregunté qué andaba mal conmigo. ¿A dónde se fue mi gozo? ¿Por qué me estaba convirtiendo en esta persona que no me agrada ser? ¿Por qué me sentía como que me estaba revirtiendo a los mecanismos de defensa que utilizaba la ‘yo’ anterior que jamás quiero volver a ser (aquella chica irritable, cansada, y un tanto corajina y hasta media orgullosa)? En mi clamor por ayuda, Dios muy amable y tiernamente me respondió, “Estás agotada, y lo estás por causa del miedo.” 

¿Qué? ¿Dijo miedo? Siempre me había visto como una persona valiente, así que esto me tomó por sorpresa. Mientras estaba allí sentada con mi Señor y reflexionando acerca de lo que me hablaba de mis miedos, Él añadió, “Y lo que más te da miedo es ser usada y luego descartada, sin ser valorada por la persona que eres, sino por lo que haces, lo que tienes, o la influencia que te he dado.” 

¡Wow! Tuve que respirar al recibir estas palabras en mi corazón. Era fuerte escucharlo, pero tan cierto. Pero, ¿cómo había llegado allí? Sí, ya sé que en este caminar de ministerio, especialmente cuando tratas con mucha gente, experimentas toda clase de personalidades y actitudes. Personas que se encuentran en distintas etapas de sus procesos personales de vida y de fe. Unas experiencias son mejores que otras, pero todas son evidencia de que necesitamos tanto a Cristo para que nos ayude a desarrollar Su carácter en nuestras vidas. Y allí me preguntaba, ¿en dónde fue que abrí una puerta espiritual por donde entró este espíritu de miedo? Y así, respondiendo a mis pensamientos pude sentir el susurro de Dios continuar diciendo, “Recuerdas aquél día que estabas embargada por la decepción y dijiste ‘¡Es que ya no quiero que me usen más!’?” Ciertamente, si lo recordaba. Y ahí Dios dio un sólido pero gentil golpe a mi corazón con éstas palabras: “Eso que dijiste, ¿también me incluye a Mí?” 

De inmediato, en ese preciso momento realicé que yo había hecho un voto interno en mi corazón. Juzgué a otros en mi corazón, sin pensar lo que Dios pensaba o cómo se sentía al respecto. Esto había dado cabida al miedo y la amargura en mi interior. Lloré, gemí, pedí perdón, me retracté y me arrepentí. Unos minutos más tarde podía sentir más de la voz de Dios diciendo, “¿Es realmente tan malo que otros quieran acercarse a ti por lo que tienes? No tengas temor de darlo. Ya no tienes que darte a ti misma. Dame a MÍ. Yo soy lo que tú tienes, y siempre lo seré. Mientras tú eres finita, Yo soy infinito. Mientras tú eres pequeña, Yo soy el más grande. Mientras tú un día llegarás a tu fin, Yo soy para siempre. Muéstrales a MÍ. Háblales de MÍ. Continúa mostrándoles el camino hacia MÍ.” Y así nada más el miedo y el temor se fueron. En Él se consumieron y fui libre. 

La Biblia dice en 2  Timoteo 1:7 (RVR77) (énfasis añadido), 

“Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía [temor, miedo, timidez], sino de poder, de amor y de cordura [autodisciplina].” 

Me impresiona aún más lo que dice la versión TLA: 

“Porque el Espíritu de Dios no nos hace cobardes. Al contrario, nos da poder para amar a los demás, y nos fortalece para que podamos vivir una buena vida cristiana.”  

Esa Escritura cobró vida en mí de una forma muy nueva ese día. No podemos dar a Dios si tenemos temores y miedos, porque Él no da miedo. Y les digo una cosa, no es malo sentir miedo o temor; lo que sí es malo es vivir conforme a ese miedo. Cada vez que siento que ese espíritu de temor comienza a asomar su fea cabecita, simplemente le repito esta escritura a mi alma, y oro que Dios permanezca en el centro de cualquier cosa que pueda estar provocando ese temor. Me rehúso a darle al temor, el lugar que le corresponde a Dios en mi vida. Si Dios no está presente en lo que hago, no quiero seguir haciéndolo. Si Él no está en mí, tengo nada para dar, mas cuando Él está presente, ¡no hay temor!